sábado, 3 de marzo de 2018

La casita de la araña

Érase una vez, una araña grande y gorda, que vivía en una casita de muñecas. La dueña del juguete era una preciosa niña de larga melena castaña, que se llamaba Carmela y a la que le encantaba jugar con las miniaturas del hogar de la araña.


El insecto, que se llamaba Felisa, no tenía ninguna vergüenza, y sentía verdadero placer de jugar con Carmela y sus muñecos. Cuando la pequeña servía el té a la familia, Felisa se paseaba por las tazas a ver si había alguna golosina para ella.

A Carmela le hacía mucha gracia la araña, porque en esa sabiduría que tienen los niños, en la que no juzgan a nadie por lo que se dice de ellos, suponía que a Felisa le gustaba también jugar, y que no tenía ninguna razón para picarla.

Algunas veces Carmela se guardaba algo de asado, o de salchichas, y se lo daba a la octópoda, que cada día estaba más oronda y que ya no sentía necesidad de cazar ninguna mosca ni mosquito despistado que pululara por su hogar. Ya, ni hacía telas de araña. Dormía cómodamente en la cama de la habitación principal.

Pero un buen día, la abuela de Carmela se quedó a cargo de la niña porque sus padres tenían que viajar a la ciudad para hacer unos recados, y cuando vio el enorme insecto negro recorrer las manos de su nieta, no pudo sino intentar aplastarla, profiriendo un tremendo aullido que asustó enormemente a las dos amigas.

Felisa se escondió entre los muebles en miniatura, y Carmela se interpuso entre las otras dos, mientras intentaba explicarle a su abuela, que la araña era su amiga desde siempre.

Finalmente, la abuela se dio cuenta, que no se debe juzgar a los demás por su aspecto y comprendió que el corazón de su nieta había conquistado al insecto, y que éste no la haría daño. Así que la dejó jugar.


Moraleja: no juzgues a los demás sin conocerlos.